Obituario: Fernando Pérez del Olmo (1962-2021)

Los ojos con los que Fernan vio la vida

El antropólogo Fernando Pérez del Olmo ha emprendido su último viaje en el umbral de 2022, como queriendo dejar atrás cuanto antes el latigazo amargo del adiós para sus seres queridos. Generoso en la vida, generoso en la muerte, porque ha muerto como vivió.

La vocación errabunda hizo que Fernan batiera el récord de mudanzas del Libro Guinness, con docenas de traslados a sus espaldas en un par de continentes e incontables viviendas. Los libros imprescindibles y las cajas sin abrir flanqueaban siempre su ordenador, pero, por encima de todo, el objeto más preciado era una foto que siempre le acompañó. La situaba de inmediato en lugar preminente, por fugaz que fuera su estancia. Esa imagen muestra en primer plano a un niño desnutrido, de la famélica legión, con mirada sobrecogedora, de abisal hondura, a punto de fallecer por hambre.

Fernan fue en busca de ese niño todos los días de su vida. Era su “primer hijo”. Luego vendrían otros tres que sentirán a esa criatura eterna como a un hermano tan real como el dolor del mundo. Ese trayecto comprometido hacia el desgarro humano era él. Esa fiera determinación por liquidar el tormento ajeno definía las huellas dactilares de un luchador de grandeza excepcional, como sabe cualquiera que haya gozado la fortuna de conocer su alma.

El camino hacia los ojos del pequeño había comenzado cuando llevaba pantalones cortos y la pelota era una fiesta perpetua, en el colegio Begoña. Llevó a la escuela el latido de su hogar, una vivienda de cincuenta metros cuadrados con sus padres, cuatro hermanos y tres abuelos, a los que cuidó y limpió el culo con mimo impropio de su edad. La inquietud en los estertores del franquismo, azuzada por maestros que dejaron huella indeleble, se combinó con lecturas que despertaron inquietudes filosóficas (amor al saber) de calado, su brújula hasta el último suspiro del penúltimo alveolo. Tras un pánico escénico propio de tiempos convulsos, descubre su pasión por la etnografía y la antropología. Investiga, deja en la cuneta todo rastro de dogmatismo, aprende a escuchar y a comprender, y encuentra su camino para llegar al interior de la mirada de ese niño hambriento.

El gran salto hacia la vivencia activista llega cuando puso los pies en el Club de Amigos de la Unesco de Madrid, en 1985. El local aún retenía en sus paredes el temblor de la bomba fascista que costó sangre y penalidades a varios compañeros de un espacio muy relevante para la lucha contra la dictadura. Pero lo que atrajo su atención y le condujo al local de la madrileña Plaza del Progreso era que Estados Unidos y Gran Bretaña habían abandonado ese organismo internacional con un portazo, en plena cruzada neoliberal capitaneada por Reagan y Thatcher. Si ambos boicoteaban la Unesco, necesariamente había que acercarse a ese espacio en defensa de la educación, la ciencia y la cultura. Acertamos.

Allí creció velozmente. El encuentro luminoso con luchadores de valor extraordinario guió sus pasos. El Informe MacBride; los derechos civiles, políticos y económicos; el apartheid en Suráfrica; las matanzas en Palestina; el despliegue de misiles americanos en Europa, y la ardiente batalla por sacar a España de la OTAN fueron jalones que le modelaron como un ser en perenne combate por la justicia.

Ese activismo se imbricó con su empeño profesional. Tras una etapa crucial en México, se volcó en esfuerzos laborales para extender la cultura de la no violencia y el desarrollo comunitario, la cooperación, la mediación o el desarrollo de las ideas ecofeministas y del decrecimiento, que ganaron peso en su cerebro combativo. Frenar la separación de lo urbano y lo rural, arrostrar los problemas reales del ser humano y formar a las personas en la organización comunitaria fueron otros ejes de su obra, que ha marcado a cientos de aprendices agradecidos por estas hermosas enseñanzas. La humildad de Fernan siempre buscaba combinar el espacio formativo con el “espacio aplicado”, mediante ejes teóricos e ideológicos sólidos, pero necesariamente orientados al cambio de la realidad circundante. Esa agitación neuronal y existencial la llevó a todos los sitios, desde La Manchuela hasta el Barrio del Pilar, donde ponía sobre su mesa de trabajo la foto del niño que guiaba sus pasos.

Fernan, dadivoso hasta el último aliento, lo escribió así:

“… Venturoso y nutrido azar de haber podido conocer la belleza

(mejor aún si sazonada de justicia)

sin naufragar en el lado más triste del mundo

donde el dolor ahoga cuerpos y espíritus.

Venturoso también por ser capaz de sostenerle la mirada torva

cuando uno entraba en él por los poros de las historias de otros:

Para comprender,

para combatir,

para intentar cambiar…

Y que ese mundo nefando se pareciera más a la vida.

Lucha de gigantes preñada de derrotas encadenadas

a las que, de cuando en cuando, asomaba lo más parecido a la felicidad

justo en el centro de la sonrisa de un niño con futuro

(para volver a ponerte en pie)…”.

Los ojos con los que Fernan vio la vida son los mismos con los que miró a la muerte. Y nos enseñó que esas pupilas no eran suyas. Son nuestras.

Buen viaje, queridísimo soñador.

Perucho López